domingo, 22 de mayo de 2011

LA MODA DEL SIGLO XX - Francois Baudot

INTRODUCCIÓN

Desde finales del siglo XIX, la moda, dotada de una perfecta mala fe pero al mismo tiempo de un entusiasmo indomable, no cesa de extender irresistiblemente sus conquistas. Regulando las apariencias, alimentando las pasiones, actuando de catalizador de toda una economía, asocia, a la fuerza, dos polos antagonistas: la voluntad de crear y la necesidad de producir. De este modo, el duelo que desde el nacimiento de la civilización industrial opone el hombre a la máquina encuentra en la moda su mejor terreno. Unas veces creador y otras veces empresario, el modisto se impone como artista. Sin embargo, si su producción deja de gustar, él mismo deja de existir. El creador de moda, cuya vulnerabilidad no ceda de aumentar con el paso del tiempo, permanentemente frágil y su obra esta siempre inscrita en la transitoriedad. El industrial, por su parte, encarna la solidez, la continuidad, la racionalización de las colecciones de ropa y complementos. Allí donde el creador pretender ser singular, el industrial piensa en plural. Cuna de la moda, tal como la entendemos actualmente, París, desde los primeros años del siglo XX, ha dividido a esta industria de creación en dos categorías profesionales antagonistas y cuidadosamente aisladas. Por un lado, el mundo de la alta costura, club cerrado, agrupa a la creación hecha a medida. Por el otro, la confección dedicada a las producciones en serie.

La primera parte de la tabla cronológica que hemos establecido, no presenta demasiados problemas. La evolución de las modas, evolución lineal desde principios del siglo XX hasta la década de los sesenta, se rige por las normas de la alta costura. A imagen y semejanza de la sociedad a la que sirve, únicamente tiene en cuenta a las élites. Creados para los salones, jamás para la calle, reinando exclusivamente sobre la tendencia, los productos hechos a mano constituyen artículos inaccesibles para el común de los mortales. La alta costura es única y unívoca. Una vez adoptado por la sociedad elegante, su "ultimo grito" se propaga en ecos sucesivos hacia los niveles inferiores de la sociedad occidental; el relevo lo toman los hábiles talleres, las modistillas, personas anónimas, amas de casa que, inclinadas sobres sus máquinas de coser, reproducirán por aproximación, aunque a menudo con una habilidad encantadora, los patrones, las siluetas, los modelos que difunden con cierto retraso las gacetillas y el ambiente parisino. En el ámbito de los campesinos, de los obreros, en ese mundo subterráneo, que los burgueses siguen denominando "el pueblo", la moda, hasta la II Guerra mundial, sólo existe de oídas. A principios del siglo XX, la gente viste con el traje de la función que desempeña. En el curso de una vida, ni la forma de vestir ni la función varían demasiado. Así pues, el hábito hace al monje y casi siempre permite saber con quién se está tratando. Habrá que esperar a los años sesenta para que, de los fuertes cambios engendrados por la guerra, nazca, infinitamente más compleja, la segunda parte de esta historia del vestir contemporáneo. En la segunda mitad de nuestro siglo, en los países occidentales, la economía liberal y la evolución de las costumbres en Europa rechazarán la división tradicional entre alta sociedad y mundo del trabajo. Ya que toda una nueva juventud aspira a acceder a los beneficios del re naciente consumo, los privilegios se vuelven menos evidentes y las diferencias más discretas. El gran hermano americano, vencedor absoluto, impone su modelo democrático. Las jerarquías propias de la vieja Europa sufrieron un fuerte cambio. Junto a ellas evolucionan los signos exteriores de distinción. En el momento de los primeros cohetes lanzados al espacio, es hora de que entre alta costura y confección se elabore, siguiendo el modelo de Estados Unidos, un vestido europeo de calidad denominado prêt à être porter (listo para ser llevado). Además, el aumento de aranceles y de los precios de las materias primas marginan ya las elegantes prendas cosidas a mano. Mientras, la tecnología en pleno desarrollo permite cada vez más a menudo realizar un producto cuantificado. Hacia 1963, en Francia, un primer grupo de jóvenes diseñadores de moda se ponen en contacto con los grandes fabricantes, muy rápidamente, sustituirán, en las fábricas, a los sumisos modelistas. Estos cambian la bata blanca del técnico por la frescura y la creatividad de los llamados "estilistas". Al otro lado del atlántico se les denomina designers. La alta costura Parisina, ante la amenaza, defiende su bastión. Sin impedir que el estilo baje a la calle. Permitirá a ciertas categorías de mujer, que hasta entonces se habían visto relegadas a los sucedáneos de la alta costura, es decir, a las prendas de confección, acceder a una libertad de elección infinitamente, más amplia. El prêt-à-porter, al desarrollarse, induce otro cambio de importancia. Debido a que los ritmos de producción del prêt-à-porter imponen ciclos largos, debido a que obliga a cantidades considerables, los estilitas encargados de concebir las colecciones bianuales deben ahora, en la evolución de sus respectivas líneas, calcular con casi un año de antelación los deseos de la clientela. ¿Cuáles serán cuando las colecciones lleguen a las tiendas? El arbitraje imperioso de los maestros de la costura retrocede entonces ante un nuevo poder: el de "la calle".

Revolución suave, el prêt-à-porter cambiará en treinta años el orden inalterable que, desde siempre, rige las apariencias. Al dejar de resumirse en distintos tipos de prendas según las clases sociales, el vestido inicia su des-regulación. La novedad, lo que está en el aire, el capricho, lo arbitrario se vuelve privativo de la mayoría. A pesar de que, en este nuevo orden de cosas, la alta costura sigue resplandeciendo, ya no es más que el nivel del prêt-à-porter. Durante la década de los años setenta, casi todos los modistos abren una sección boutique. Mientras tiendas de un tipo totalmente nuevo proponen bajo su propio nombre -Dorothée Bis, Gudule, Mic-Mac (en la orilla izquierda del Sena, en Paris), Mary Quant, Let it Rock, Biba (en Londres), Paraphernalia (en Nueva York)- un producto original, pero extremadamente accesible. Al mismo tiempo, el consumo y la distribución populares mejoran y diversifican su oferta sin cesar. A la moda de esos años sólo le queda atravesar una última etapa para parecerse a la imagen que de ella nos hacemos actualmente. Aparece entonces el grupo de los denominados "jóvenes creadores" que, durante la década de los setenta, culmina la revolución emprendida por sus antecesores, los estilistas. A partir de ese momento, se trata de producir bajo el nombre, la égida, el control absoluto de una única personalidad. el "creador de moda", un producto servido por un industrial que sólo interviene sobre él como simple ejecutor. De esta forma, ya no se compra una marca, sino la creación de un talento. El que corresponde a cada uno y con el que cada clienta establece in diálogo privilegiado. Sin duda, las historias de moda son efímeras, pero se han convertido en historias del amor. La prensa se ocupará de llevar el cuaderno de a bordo de esos arrebatos del corazón.

A partir de los años setenta, con la ayuda de la ola retro y, sobre todo, bajo la influencia de Diana Vreeland, antigua redactora jefe de la edición estadounidense Vogue y convertida en gran timonel del departamento del vestido del Metropolitan Museum of Art de New York entre 1973 y 1986, se constituyen colecciones de prendas contemporáneas y se organizan exposiciones temáticas, monográficas o cronológicas. Mientras, siguiendo el ejemplo de Yves Saint Laurent, algunas grandes casa comienzan empiezan a archivar sistemáticamente los modelos salidos de sus talleres de creación. De esta forma, en los museos, pasando por los centros de documentación, empieza a desarrollarse, veinte años antes de finales del siglo, una verdadera cultura de las artes de la moda y del textil. Las marcas de creación, cuya emergencia comentamos aquí, se multiplicarán y diversificarán hasta nuestros días. Sin embargo no hay que confundirlas con otras dos categorías. Por un lado, las marcas de lujo que corresponden a casas antiguas y que no forzosamente nacieron del vestido (Hermès, Vuiton, Gucci, Prada, etc.). Su producción, atemporal por esencia, menos metida a la contingencia de la actualidad, se bonifica, se solidifica, se extiende al envejecer. La moda ocupa en ellas un lugar aparte y obligadamente limitado. Cualquier diversificación, en su caso, sólo puede darse lentamente.

Por otro lado están las "marcas concepto". Se han desarrollado muchísimo a partir de la década de los años ochenta, sobre todo en Estados Unidos. A menudo tienen una producción de calidad que descansa en un considerable trabajo de imagen, y todas ellas venden un concepto global. Este verdadero estilo de vida se inspira en sólidos estudios de mercado y es alabado a través de una comunicación multidireccional. Son las grandes herederas de la gran confección europea de principios del siglo XX. Sus líneas de gran difusión, se inspiran en los modelos más accesibles delas colecciones de creación que han emergido a lo largo de las temporadas precedentes. Desde hace mucho, los industriales franceses han dejado escapar este atractivo mercado que, sin embargo, fue inventado en sus casas. Infinitamente más dinámicos durante los cuarenta años transcurridos, numerosos negocios italianos con una fuerte estructura familiar suscitan en su seno, a partir de este momento, líneas de prêt-à-porter bianuales, consiguiendo que algunas compitan, a través de las pasarelas milanesas, con las colecciones que presenta París. Tras esta primera ola de emancipación, en la década de los noventa le llega el turno a la moda neoyorquina de liberarse de la tutela europea. En los albores del tercer milenio, el mercado de la moda, ya internacionalizado, descansa sobre una eficaz red de tiendas.
Concebido en función de cada marca y sobre los mismos conceptos, aporta a todos su parte de sueño. Incluso si, a medio termino, corre el riesgo de banalizar el deseo individual del consumidor y, por lo tanto, de agostarlo. Sin duda, como respuesta a ese peligro, se ha desarrollado discretamente una nueva categoría de empresas. Individualistas, independientes, con medios limitados, éstas marcan un claro retorno del hecho a medida o a una creación muy personalizada. Si esta joven generación de creadores y artesanos consigue dar respuesta a los imperativos de una nueva clientela, podría permitirse la reactualización y el regreso con fuerza de la costura.

Afectada por los asaltos de la competencia extranjera y, desde finales de los años ochenta, por la depresión económica, París ha olvidado su principal baza. Se ha demostrado que, desde hace un siglo, ningún talento creador, venga de donde venga, se ha consagrado a nivel internacional sin haberse sometido antes al veredicto parisino. No es porque la alta costura de Francia sea la emanación de un genio exclusivamente nacional. ¿Dónde estaría París sin el Inglés Worth, el vasco Balenciaga, Lagerfeld, llegado de más allá del Rin, Kenzo el japonés, McQueen el escocés, Margiela de Amberes, etc? Sin embargo, a la inversa son innumerables los creadores de todo el mundo que jamás han accedido al empíreo de los grandes de la moda por no haber realizado el viaje a París. Tal como veremos, París es un crisol en el que los talentos se pasan mutuamente el testigo desde hace más de un siglo. Hasta la década de los sesenta, era habitual que las marcas de prestigio dieran credibilidad a los jóvenes que, a su vez, las volvían a dinamizar. Al olvidar dicha secuencia encadenada, la costura parisina comenzó a envejecer. Poco a poco, al final del siglo XX, nuevos creadores sustituyeron a las viejas casas en declive. Agunos -y no fueron minoría- practican simultáneamente el prêt-à-porter y el hecho a medida. Demostrando así que estos dos saberes pueden cohabitar armoniosamente en el seno de una misma empresa. Dirigiendo cada uno a la misma mujer. Aunque en circunstancias distintas. Resulta evidente que el porvenir de la moda pasa, cada vez con más frecuencia actualmente, por creadores abiertos a la industria. Y simétricamente, por industriales dotados de espíritu creativo.

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